Había llegado la hora.
Parada entre andenes.
Perdida del ritmo de su vida.
Sin decisiones que podían o no tomarse a la ligera.
La vocina timbró a lo lejos, entre el humo de los trenes.
Marcaban las 7. Aún era noche cerrada. Ni siquiera la luz le hacía compañía.
Siempre había sido candente, solitaria, oscura, como una ninfa del agua.
Ya no le quedaba más tiempo para redimirse de sus pecados. Los disfrutaba rozándolos con su lengua.
Se había enamorado de un capitán de barco, un violinista, y un trotamundos. Entre otros.
Gozaba con el tambaleo de los vestidos y el tintinear de los zapatos.
No manchaba su camisa con lágrimas propias, ni siquiera, ajenas.
Ni alumbraba su pecho cuando le descosían el sujetador.
Pero ahora, había llegado la hora.
Y no iba a dormir en los laureles.
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